Un día cualquiera llegó a su
casa con el instrumento para recibir de sus padres, directamente, una
carcajada. Y que se olvidara de usarla ahí, que sabía lo que pensaban de esos
tamborcitos.
Tocar en casa era una tortura,
se entremezclaban con la práctica portazos, música melosa a todo volumen,
guerras del silencio, gritos, más música melosa —principalmente bachata—. Fue
todo tan tenso, y profunda la vocación, que pronto se supo, la convivencia no
iba a durar. Plantearon maduramente sus padres que, después de todo, ya tenía
dieciocho años y, si tenía convicciones, era libre de ejercerlas en otra parte.
Para fines de noviembre, cuando las clases ya habían terminado, le dijeron que se
buscara un lugar para él y su batería.
Lucas llegó
a Venière compungido, volando en ira y desarraigo. Y orgullo. Venière, músico
de ley recién entrado a sus sesenta, se jactaba de haber sido de joven un
rockstar salvaje local. De la zona de Haedo. Un “Local Wild Rockstar del Oeste”, como anunciaba el pirograbado
en la puerta. Guardaba remeras, tazas y prendedores con esa frase sobre la foto
de un Venière joven, con pelo y diez kilos menos. Y había visto casos como el
de Lucas, cientos. Eso le dijo.
Ofreció alojarlo
un tiempo con su batería, a cambio de que ayudara con la casa. Y eso hicieron. Mantenía
con sus padres contacto esporádico, solo telefónico, y ellos se contentaban con
saber que Lucas estaba con su profesor y dónde era la casa. Solitario, sin
amigos que lo buscaran o se preocuparan si desaparecía, solo hablaba con su
novia María Eugenia, una chica bastante más joven a quien veía los sábados a la
tarde únicamente y que no tuvo mucho que decir de la mudanza.
Estuvieron
así mes y medio, y un día, en lo que tardó en untarse un pan, Venière le
comentó de un grupo que tenían unos amigos suyos. Buscaban a alguien con su
perfil. A cambio de una habitación podía ocuparse de la casa, cortar el pasto y
cuestiones de ese tenor. Era un lugar apartado y lo recibirían con su batería,
le dijo. Lucas escuchaba y se iba armando el cuadro de una banda setentoide,
músicos maduros, gente de la que aprender. Aceptó, fantaseando que podría tocar
todo el tiempo, concentrarse, hacerse un profesional. Hasta veía muy vintage que vivieran todos juntos, pintoresco,
y él a veces se sentía un poco así.
Informó a
sus padres del asunto y que el lugar no tenía teléfono, según Venière. Ellos
viajaban todo el verano y eso evitaba la necesidad de simular preocupación o
cualquier otra cosa. Solo aclararon que fuera pensando cómo pagarse el celular
porque eso ya no era cuestión suya. La otra parte fue María Eugenia. Le dijo que
iba a estar un poco más lejos pero se las ingeniaría para seguir viéndola los
sábados a la tarde. Con ella quedaron en dejar pasar dos semanas hasta estar
asentado en la casa nueva, y encontrarse en Castelar el primer sábado de
febrero, a las seis.
Un lunes a
mitad de enero, Lucas estaba listo para mudarse. Venière organizó todo, hasta
lo alcanzó en su Dodge negro a donde lo esperaban.
Era en La Reja, un predio enorme,
y pasando la tranquera anduvieron quinientos metros en tierra para llegar al
caserón. A medida que se acercaban, Lucas notaba que el cielo se oscurecía como
cuando hay tormenta. Pero no había. Cuando estuvieron en la entrada ya parecía
noche aunque eran las cinco de la tarde. Ninguno de los dos habló.
Bajaron del auto y caminaron a la
casa: piedra negra, baja, en un solo piso, una única puerta a medio punto,
roble macizo. Sobre la pared una cruz invertida hecha en hierro y al lado, en letras
de madera, se leía: Los Siete de Satán.
“Góticos”, pensó Lucas, “ropa de vampiro, caras maquilladas, tono cementerio…podría
ser peor…salsa o reggaeton…”. No era su estilo favorito pero podría adaptarse.
—Seguirán
durmiendo —dijo Venière y empujó la puerta. Sin llave.
Adentro
estaba a oscuras y entraron. Venière hizo a Lucas señal de que se sentara
mientras encendía un farol, y se sentó él también. Así veinte minutos
estuvieron.
Cuando ya era incómodo se abrió
una puerta corrediza camuflada en la pared y empezaron a salir hombres de distintas
edades con la piel blanco verdosa, algunos pelados, otros de pelo largo, unos
gordos y otros desgarbados, todos con ojeras y usando tapados de terciopelo
negro sobre camisas con volados blancos. Eran siete.
Se levantó a
saludar y Venière los presentó.
—Este es Lucas —y hablándole a
él— estos son —hizo una pausa y cambió a un tono más grave para nombrarlos— los
Siete de Satán.
Le pareció de mal gusto que no
le dijera los nombres, e innecesario que estuvieran disfrazados. Igual dijo
gracias, y haciéndose el amable preguntó:
—¿Música gótica? —los siete, la
vista fija, lo miraban sin responder. El chico insistió: —El grupo, música
gótica, ¿no? —. Hubo risas.
—No, querido
mío, no. —dijo el más grande, que agregó— Bienvenido, este mes yo estoy a cargo.
Y sin preámbulos le habló del
cuidado de la casa, la ausencia de luz eléctrica, sus tareas, y le mostró dónde
iba a dormir: todo el sótano. Ahí entrarían sin problemas sus cosas, su instrumento.
Podía tocar cuanto quisiera y el baño que podía usar era el que estaba abajo,
le dijo. Después, solemne, le pidió que levantara la mano izquierda y jurara cuidar
de la casa, no hacer preguntas y no divulgar lo que viera o escuchara en el
lugar. Agregó que de día no los cruzaría nunca, y de noche debía permanecer en
el sótano. Podía tocar, dormir, comer cuanto quisiera de lo que había en la
casa, pero nunca, bajo ninguna circunstancia, abandonar el predio hasta el
final del verano.
Lucas lo escuchaba como a un demente,
a veces la música con el tiempo hace ese daño a las personas, pensaba. Se dijo
que para fin del verano terminaría todo y hasta consideró buscarse un trabajo. Juró
sin convicciones, para que lo dejara tranquilo su anfitrión, que recalcó:
—Insisto: no
puede retirarse del predio hasta el final del verano.
—Pero en dos
semanas me encuentro con mi novia —dijo Lucas sin pensarlo.
El hombre no
se movió, ni un músculo suyo, pero los ojos le cambiaron de color a un rojo
opaco, seco. Muerto. Solo eso. Y repitió:
—Hasta el final del verano.
El techo bajo y las paredes abovedadas se
encargaron de convertir lo que dijo en un eco. Le hizo como una venia y se
empezó a alejar.
Lucas no insistió. Iba a encontrarse con María
Eugenia igual y no quería levantar sospecha, algo se le iba a ocurrir. De puro vicio, sacó de su bolsillo el celular.
Notó que no había señal.
Continuará (en papel)
Continuará (en papel)
Como siempre excelente Perrotta!!!!!
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