Funcionó, no por mucho tiempo, en la esquina de Avenida San Martín y
Pedriel (Partido de General San Martín) una calesita a la que la tradición
popular llamó “la maldita”. El carrusel llegó desde Francia en los años
cincuenta, pero no fue puesto en funcionamiento sino hasta fines de los
sesenta, cuando alguien encontró la caja en el puerto de la ciudad. Lejos de
ser un trasto, la calesita poseía paneles pintados al óleo, con imágenes de
distintos reyes europeos en el momento de su niñez. En el piso superior había
retratos de varones, como el de Felipe el Hermoso, Luis XV, o el mismo Fernando
IIV. El sector bajo era para las damas, una casi irreconocible María Antonieta
compartía lugares con, por ejemplo, Sisí de Austria. Cuando la calesita giraba
las pinturas de reyes infantes pasaban a mostrar sus rostros de adultos.
Realmente el trabajo del artesano que pintó aquellos cuadros fue perfecto.
Además de este detalle, el carrusel tenía caballos de madera con colas de cerdo,
cebras con cabeza de oso, y puercos con alas.
La calesita fue
inaugurada un 25 de mayo de 1968 con una banda de seis músicos que recorrieron
el barrio invitando a todos los niños. Si bien la cantidad de gente fue
importante y terminó por sobrepasar las posibilidades del predio, no hubo niño
que aquel día no diera, al menos, una vuelta gratis. En esa misma jornada
comenzó a gestarse la idea de la maldición de ese carrusel. Todos los que
subieron a la calesita, bajaron de sus vueltas con la ropa más corta. Esto es,
por ejemplo, que un pantalón que al subir llegaba al borde del zapato, al bajar
quedaba a la altura del tobillo.
El dueño del
divertimento, para alejar esa mala fama puso, a ojos de los vecinos, ropa
colgada en las distintas figuras e hizo girar el carrusel. Pronto demostró que
lo de la ropa que se achicaba era una fantasía de la gente, ya que al detener
la calesita, las prendas colocadas allí estaban del tamaño exacto.
Sin embargo, dos semanas después de la inauguración, un niño llamado
Ezequiel Rojas, de cinco años, subió al carrusel a las once de la mañana, dio
cincuenta vueltas, sacó diez veces la sortija, bajó a las doce y cuarto; la
ropa le quedaba ridículamente pequeña, pero él ya no tenía cinco años, ahora era
un muchachote de veinte. Nadie encontraba explicación al fenómeno: la ropa no
se achicaba, la gente envejecía como aquellos cuadros de reyes infantes, y por
más que la calesita se detuviera no se volvía a la edad primitiva. Ya nadie
quería subir, solo algunos chicos que querían ser grandes de golpe para acceder
a algunas prohibiciones menores. Una tarde un hombre de unos treinta años trajo
a una piba de quince años y tras varias vueltas se fue con una chica de diecinueve,
evitando así condenas sociales y judiciales.
Se hicieron
análisis sobre la calesita, algunos arriesgaban que el eje de giro estaba
colocado justo sobre el eje central de la tierra, y esto provocaba el andar más
veloz del tiempo. Algunos buscaron la justificación en la velocidad del giro y
otros prefirieron encontrar una explicación en el cruce de distintas variables
matemáticas. Hubo quienes dijeron que después de determinadas vueltas los niños
comprendían lo absurdo y monótono del juego y maduraban, pero este alegato no
daba una explicación a los cambios físicos.
Lo cierto es que la
calesita maldita cerró, el terreno quedó desnudo por años, el dueño se puso un kiosco
en Flores. Y el miedo a subir a los carruseles cesó con el andar del tiempo.
Algunos
dicen que la calesita que supo funcionar en el parque de Los Andes era inversa
a la conocida como “la maldita”: uno subía y al bajar tenía menos años. Pero yo
mismo comprobé esa falsedad. He dado ciento de vueltas, y nada. Juro que
absolutamente nada he desandado de mis años. Es cierto, eso sí, que en cada
vuelta pude revivir aquella sensación de increíble diversión que sentía cuando
era niño.