miércoles, 14 de diciembre de 2016

Engendros y Fantasmas - FLORENCIA VALENTE Y MARTÍN KOLODNY - San Fernando

           Gonzalo y Marisa. Ahora puedo decir que fueron dos engendros del Diablo, pero en aquella época me parecían tiernos.

Me crié en San Fernando. El agua, las islas, los barcos, el rugby, los asados, la vida bien. Tuve cuatro hermanos: Angélica, Evangelina, Gonzalo y Martín. Todos fuimos alumnos del San Martín de Tours y la plaza Mitre fue nuestro lugar de juegos al atardecer. Así fue hasta que papá murió.

Evangelina fue la primera en volver a la prehistórica casa de mi abuela, en Alsina y Sobremonte. Tenía dos pisos. Arriba, las habitaciones de todos; abajo, cocina, comedor, dos baños, un living inmenso y el “cuarto de los juguetes”; atrás, el patio con la pileta y, del otro lado de la medianera, el hogar de ancianos “San Remo”. Durante nuestra niñez, ese asilo fue la imagen de lo lúgubre: oscuro, descuidado, con baldosas grises de granito en todo el pasillo e inmensas puertas de hierro oxidadas con vitrales gastados. Entre los viejos que vivían ahí estaba Leonor, una señora de mediana edad que caminaba con un bastón amarillo y siempre se paseaba en bata. Era una de las pocas afortunadas que día por medio recibía visitas. Marisa llegaba siempre puntual: a la una y cuarto, cruzaba el portal del frente como un rayo y esperaba en el fondo de la propiedad que oficiaba de jardín a Leonor Galaretto. Charlaban durante horas. A veces jugaban al chinchón, otras leían en voz alta frases de Shakespeare y, en ocasiones, bailaban algún tema de Los Wawancó. Siempre se despedían con un abrazo que duraba como dos.

Nosotros, los cinco hermanos Howard, no podíamos evitar espiar ese ritual. Chusmeábamos desde el escalón que construimos para poner nuestros ojos a la altura necesaria para convertirlos en testigos de esa afectuosa relación.

Marisa era una linda piba, aunque más histriónica de lo que mi preferencia soporta, pero simpática y agradable. Gonzalo era introvertido y excesivamente correcto en sus modales. Era travieso, pero tenía límites bien autoimpuestos. Martín siempre lo molestaba diciéndole que era adoptado porque los demás Howard éramos unos verdaderos incivilizados a pesar de la educación formal que se nos proveía. María y José. ¿Podés creer que nuestros viejos se llamaban como los de Jesús? Pareja ejemplar: atléticos, bellos, jugaban al bridge, iban al club cada domingo. Mi familia era una verdadera institución en el San Fernando Rugby Club, donde mis hermanos se entrenaban y los demás hacíamos sociales. Era prácticamente inviable que alguno de mi estirpe se mezclara con los que vivían traspasando el límite de la civilización. Quienes no llevaban uniforme cuadrillé para ir al colegio estaban fuera de nuestro radar. Marisa vivía en el barrio Ferroviario. Lo supimos una vez que Gonzalo se escapó de casa para seguirla. La primera vez que mi hermano la había visto se le dilataron las pupilas más de lo normal y entonces supimos que le gustaba.

Una mañana de abril de 1991, papá lavaba el auto en la puerta. Nosotros jugábamos a su alrededor, entre la manguera y los baldes. Se acercaba la hora de la visita de Marisa y vimos como Gonzalo, que tenía entre sus manos “El Principito” de Antoine de Saint Exupéry, aprovechó para sentarse en el escalón de la fachada del “San Remo”. Ella se topó con él, bajó la mirada y le dijo con suavidad: -¿Me dejarías pasar, por favor?-.Y ahí vimos el chispazo, casi que lo escuchamos resonar: Gonzalo y Marisa se habían enamorado. A partir de ese día, el ritual de espiar a Leonor se convirtió en pispear la interacción de los tortolitos. Mi hermano siempre esperaba a Marisa sentado en el escalón con un libro distinto. Ella llegaba corriendo a besarlo, eran dos idiotas. Pasaron los meses, llegó la primavera y el vínculo se volvió formal. Gonzalo y Marisa hicieron las presentaciones pertinentes. Mamá la odiaba y disimulaba pésimo cuando la saludaba torciendo la comisura de los labios hacia la izquierda, en falsa sonrisa. A papá, en cambio, le era indiferente. Para los demás, Marisa era un ser extraño, objeto de análisis constante por sus características tan alejadas de nuestra cotidianeidad. Era de un barrio bajo, su papá era alcohólico y su mamá la había abandonado cuando era bebé. La había criado su abuela, Leonor.


En diciembre del año en que Gonzalo y Marisa habían empezado a salir algo ocurrió. Mi hermana menor, Angélica, desapareció en la tarde de Nochebuena. Había estado jugando en la casa de los Barragán desde el mediodía y Martín debía pasar a buscarla por el chalet de tres pisos que ostentaban los chicos más lindos del barrio, en la calle Pocitos, casi en la esquina de Urquiza. Mamá había sido clara:
—No te vayas a olvidar, Martín, por favor. Pasá a las cinco porque después se van y no quiero que tu hermana sea una carga.
 Martín, el obediente, era mi único hermano de pelo castaño entre los Howard rubios. Llegó puntual, tocó el timbre y mi hermanita salió a su encuentro. Empezaron a caminar de la mano por Díaz para llegar a la avenida Irigoyen y pegarle derecho hasta Sobremonte, pero a la altura de Urcola, mi hermano escuchó una voz que lo llamaba. Creyó reconocerla. Era Marisa. Le preguntó si iba para la casa. -No-, dijo ella y le explicó que sólo hacía un mandado. Se le acercó, lo besó y se fue. Por un momento, Martín quedó shockeado, pero le devolvió el beso. Ninguno de los dos se atrevió a soltar la más mínima palabra. En menos de cinco minutos, ella giró sobre sus pasos y se alejó y el boludo perdió de vista a mi hermana, con los ojos pegados a la pollera fucsia de Marisa. Al notar que Angélica ya no sostenía su mano, empezó a gritar su nombre al tiempo que repetía en su cabeza el discurso que tendría que inventarle a mi mamá. No podía contar la historia cómo había sucedido. Caminó desesperado en círculos y luego de dos horas sin resultados, no le quedó más remedio que regresar a casa a enfrentar la situación.

Continuará...

lunes, 12 de diciembre de 2016

Otra noche en Jesse Joyce - GISELLE ARONSON - Haedo

En 15 minutos va a ser la medianoche y, aunque sé que estoy llegando una hora más tarde, también sé, por lo mismo, que voy a llegar temprano.
Desde el vidrio delantero del remise ya se ven las luces de Jesse Joyce, el nuevo megaimperio de la movida literaria tropical: neones alrededor de la fachada y, de la terraza, dos haces jolivudenses de luz blanca atraviesan el cielo de la noche de Haedo y se pierden en el abismo y en la vista.
Le pago al remisero y veo que ya se formó cola en la puerta. Las noches de los viernes son de los de treinta en adelante y esa es la edad promedio de los que esperan su turno para entrar.
A cada lado del portón, dos profesores de letras me hacen las preguntas de rigor: quién escribió el Quijote y quién El entenado. Acredito mi aptitud para entrar y, cuando los profes me abren paso les suelto: “igual venía a leer, chiquis”. Todos nos reímos.
Adentro, el boliche está a medio llenar. Desde la barra, Flor, la anfitriona, me hace señas y voy a su encuentro. Nos abrazamos, me cede su trago y me acompaña al vip. Allí me reúno con el resto de los lectores de la noche. Acordamos las ubicaciones de cada uno. Me asignan la tarima a la izquierda del escenario.
Mientras esperamos la hora indicada, conversamos con mis compañeros de show sobre las novedades editoriales e intercalamos con rumores del ambiente. Es sencillo, nos conocemos todos y lo que no se sabe, se intuye. Y si no, se inventa, que para eso somos escritores.

Todos consensuamos no mencionar al maestro: ni su nombre, ni su apellido ni nada referido a su obra. Flor nos avisó que hace varios fines de semana, entre la gente, se esconden sus abogados y su viuda. Nos asombramos, no sabíamos de las costumbres trasnochadoras de la señora. Dice Flor que están atentos a cada lectura, no se pierden una palabra. Que han llegado a cuestionar la aparición de vocablos como laberinto, espejos, tigre, biblioteca. Que nunca, hasta ahora, reaccionaron ante esas palabras pero que tenemos que ser muy cautos con respecto a su nombre, el título de alguna de sus obras, algo así.

Continuará...

viernes, 9 de diciembre de 2016

Camino Negro - DIEGO X - Camino Negro

Minutos antes de morir Carlitos me había dejado un número de celular. Podríamos decir que lo escribió con sangre en su brazo derecho en un código intrínseco, pero ya estamos cansados de eso; o que me lo dijo en arameo antiguo y al revés, pero quién se cree ese tipo de historias. Ya lo sé, todos alguna vez compramos un poquito de eso y otro poquito de algo peor. Basta de mentiras. Violines: Carlitos afirmó antes de expirar: “Es el número de Dios, llamálo”.
Pasó un mes hasta que me decidí a llamar al número que me dio Carlitos, un poco  porque  soy ateo y otro porque no me olvidaba del sentido de humor de Carlitos. Sin embargo, Carlitos ya no  podía reír de mí. Entonces, llamé:
—¿Hola? ¿Dios? 
—¿Quién te dio mi número? 
      —Carlitos, el pibe de la moto, el que lo atropelló un remisero.
      —¿Quién? ¿Qué moto? 
Yo había pensado que tener el celular de Dios era una ventaja enorme para un contrabandista como yo.   Corté. Tenía que trabajar y no iba estar perdiendo el tiempo con un tipo que no se acuerda de su propia gente, quién le dijo que abarque más de lo que puede.

La mudanza fue placer. Era ver las sillas caer en paracaídas, el aterrizaje de las mesas y sus alas replegables, la heladera tele-transportándose sola hasta la caja del camión. La cocina ala delta, el microondas aerostático y los libros que se abrían y volaban y se posaban unos sobre otros, ordenaditos; las ropas que se vestían de personas invisibles y se metían obedientes en las bolsas de residuos. Qué tengo que contarles de los platos voladores que habían aprendido a volar hace tiempo, y las sábanas fantasmas que nunca asustaron a nadie. Las bicicletas y los ventiladores; no necesitaron el menor esfuerzo. 
Doblamos la casa y la metimos en el camión. Lo difícil fue cerrar la puerta de la casa, porque cerrar la puerta en asuntos de mudanza, es, un cerrar la puerta para siempre. Un “no olvidarse nada”, una escalera que sólo sirve para bajar, un seleccionar Recuerdos, dejar algunos, y llevarse otros. Pero lo bueno de los Recuerdos es que entran en cualquier parte. 
Siempre el que apaga la luz, el que gira por última vez la llave en la cerradura se enfrenta a esa clase de tribulaciones. Y cuando todo está listo, alguien grita: “Yo cierro, quiero ir al baño”. Esa persona, ese papel, siempre ha sido reservado para mí. 
Y acá estamos, clavados en Camino Negro, un viernes a las seis y media de la tarde, en lo que llamaremos un “embotellamiento premeditado”. Todavía masticaba el Recuerdo que me tocó al cerrar la puerta, y apareció la primera ambulancia que pedía permiso, como piden permiso las ambulancias, con las sirenas a full y poniendo la trompa. Y la solidaridad de dejarla pasar, y el pistero que se abre paso detrás, que “no llevan a nadie”. Después, no perder un solo centímetro del territorio ganado, esa lenta carrera contra nosotros mismos. Botellas vacías. Otra ambulancia, y después otra. ¿Están pensando lo mismo que yo? Estas ambulancias no llevan ningún herido y ni van al rescate de ningún accidente. Pero las botellitas vacías se abren como si viniera Moisés huyendo de los muchachos de Egipto. Y un mar Rojo de botellas…
Yo no vengo de acá nomás, mi trabajo es así, hay que patear y patear por todo el conurbano buscando Recuerdos. Un secreto: generalmente, los encuentro en los geriátricos y en los velorios, ahí los compro por nada, aprovecho que la gente está confusa y vulnerable. También los barman de las cantinas de las estaciones de trenes, me pasan data de algún desesperado que necesita guita porque se la gastó en chupi o se la tomó toda. Éstos, en general son buenos Recuerdos, aunque algo difusos y atormentados, pero son baratos. Y después hay que venderlos,  y vender Recuerdos no es como vender falopa. Si te agarran vendiendo Recuerdos te dan perpetua, y encima en la gayola te tratan peor que a un violador.
Desde que la turra de Chiche es gobernadora y mandó el decreto ese, el precio del Recuerdo subió más que el dólar y la situación se puso tensa, están todos paranoicos. Por eso a veces hago alguna mudanza (como ésta) y con carpa me llevo algunos Recuerdos para Guernica. Hoy vengo de San Isidro, crucé todo Buenos Aires por Camino de Cintura mirando de reojo la Capital (donde hay pena de muerte por traficar Recuerdos) De norte a sur, y aquí estamos, viendo pasar ambulancias en Camino Negro, y encima nos cayó la noche.
El problema es que los Recuerdos se despiertan por la noche y pierden valor cuando se abren antes de tiempo. Son como huevitos de seda, para que me entiendan. Se van abriendo como en retazos; éstos que tengo acá, son de lluvia, de ser sorprendido por un aguacero en la costa de San Isidro, de sexo en los balcones, de barcos que tiritan camino al Uruguay. Los Recuerdos del Norte suelen ser siempre ideales, con final de sonrisa abierta, con la sensación orgásmica mirando al techo. Un sonido perfecto, una banda que toca, un baño limpio. Una rubia de rodillas… En el Sur los Recuerdos se imponen, aparecen en la sombra de los semáforos, en el miedo de un camino negro. Cada esquina es una pequeña batalla; en cada esquina hay una lucha con el olvido, y por eso en Villa Paris o en Gendarmería, los Recuerdos valen más que nada en el mundo. Ya no vienen con lluvia si no con frio. Una pareja abrazándose en la estación de Alejandro Korn. Un frío insobornable. Son Recuerdos de fiesta turbia, de reservados, de vómitos, de no saber cómo volver a casa, de algo qué pasaba en el baño de mujer. Son así, el Recuerdo del Sur es diáfano, como onírico…, uno no está seguro de que haya ocurrido alguna vez. Unas líneas que tú amiga hace sobre tu vientre sinuoso, y que aspiro como un tren que pasa un puente y desaparece. En el Sur, no hay estrellas ni barcos lejanos que saludan indiferentes. En el Sur todo te mira fijamente a los ojos, lo bueno y lo malo viene en el mismo vaso, en esa misma bolsa, sin parpadear. En el Sur la gente espera en los andenes, sin saber si son ellos los que esperan, o es el vago Recuerdo de que alguna vez estuvieron allí.
Ahora una lancha de la yuta de Chiche se nos puso atrás, guardé rápido los Recuerdos en la guantera. A simple vista, no son nada, son invisibles, se ponen en frasquitos, pero si se agitan un poco o se abren, ahí sí, uno empieza a recordar. Recuerdos ajenos. Y ahí está el porqué, uno recuerda cosas que nunca vivió, y que tal vez, nunca vivirá.
 Salvador (que manejaba) apagó el porro y me miró impasible, como si ya estuviera acostumbrado a situaciones como estas. El patrullero se nos coló atrás, como si una soga invisible lo tuviera amarrado a la F-100. Sin ningún descaro ni disimulo; estaba seguro que el pajarraco del barman le batió a la yuta. Los Recuerdos que traíamos no eran moco de pavo, eran Recuerdos inéditos (los más cotizados en el mercado), ya que son de personas que han padecido alguna especie de amnesia, y que  nadie puede reclamarlos. En definitiva, teníamos un dineral.
En ese momento, miré el celular y se quedaba sin batería. Decidí llamar a Dios una vez más. ¡De algo tenía que servir tener el celular de Dios!
—Hola, Dios. 
—¡Otra vez! 
—Discúlpame que te colgué hace un rato, es que te noté poco predispuesto al dialogo. Estoy acá en Camino Negro y te quería consultar, tenemos una lancha atrás, tal vez, vos, me podrías decir qué hacer… 
—¿Camino Negro? —el tono de Dios era realmente para mandarlo a la mierda. 
—Argentina, Maradona, ganadores de Oscar. 
—Ok. La ironía del escéptico. 
Me colgó.


Continuará...

lunes, 5 de diciembre de 2016

Realidades - ESTEBAN DILO - La Plata

El 202 no venía y yo estaba perdiendo las ganas esperarlo. Pero, como siempre, esperé un poco más, igual no aparecía, igual me quedé a esperarlo. Siempre pasaba lo mismo, mi inseguridad por irme y que pase el muy forro me dejaba clavado en la esquina, tibio, gris o simplemente como un pobre pelotudo pobre.
Me puse a leer las propagandas que estaban pegadas en el poste de luz y entre tarotistas y electricistas una frase se coló entre mis pensamientos cotidianos:
«Sea realista… pida lo imposible. 0-800 realidad»
Me quedé mirando el número y por un segundo toqué el celular. Después recordé que lo imposible lleva más realidad a mi vida que lo que verdaderamente vivo y marqué el número. Sonó una vez y me atendió una dulce voz que habló de corrido.
—Muy buenas noches, bienvenido a Sea realista, pida lo imposible. ¿Cómo va su día, Gastón? —me quedé esperando que la máquina repitiera la frase pero me volví a quedar mudo.
—¿Gastón… está ahí?
—Eh, sí. —No le pregunté cómo sabía mi nombre para no caer en otra parte tibia mía.
—Usted llamó, usted me dice. ¿Por qué se comunicó con nosotros?
—La verdad porque el 0800 es gratis, pero la realidad es que me llamó la atención la frase, y yo últimamente…
—Sí, ya lo sabemos, anda padeciendo la realidad. Le comento rápido cómo es esto: en la época 2.0 no podemos ofrecerles lámparas árabes a todas las personas que queremos ayudar y, por eso, como todos tienen el acceso al teléfono podemos darle la oportunidad que pida lo imposible.
—¿Y la parte de ser realista?
—La parte de la realidad se la dejamos a los clientes, nosotros no nos metemos en esas cosas por un tema de acelerar el proceso de la concesión imposible.
—Y hablando de lámparas, ¿cuántas cosas puedo pedir?
—Una, la realidad es una sola, Gastón. Solo depende del ojo del cliente.
—Hmmm, está bien. —Me reí por dentro, estos enfermitos deben tener una cámara oculta o tienen una base de datos básica que desean ampliar con pelotudos como yo. —Algo imposible para mí hoy en día sería ver a mi tío Pocho.
—Usted entiende que su tío Pocho está muerto ¿verdad?
—Claro, por eso se lo pido.

Continuará...

viernes, 2 de diciembre de 2016

Matar a Lucía - LUIS PALACIOS - Valentín Alsina

Si vieras mi cara como una catarata de recuerdos ansiosos. Si mis deseos ya no se fueran con vos. Si mi amor fuera como el tuyo, como ese cuerpo incendiado en el penal, ahogado por los colchones en llamas. Si tus luces fueran los imanes de mis luces. Si la mortaja de mis noches ya no estuviera tejida de rituales espesos. Si la crucifixión de la impostura fuera hecha de tus clavos. Si tu boca no fuera tan esa boca. Si mis cruces fueran los imanes de tus luces. Si el acontecer del tiempo por fin se sometiera a nuestras tensiones percepciones. Si nos anudáramos cinco minutos más, si nos miráramos cinco minutos más. Si esa claridad masticable ya no naciera de mi necesidad. Si tanta magia ocurrió, otra tanta nos llevara al mañana. Y el espejo, lejos.
Aislado tres días, tres días fuera de toda concepción, tres días con el pulso en el mundo y mis vuelos al ras de una sensibilidad inaccesible, arenosa. Se va desmoronando a medida que mi aliento la sobrevuela y es cuando vuelve a tomar una forma novedosa. Entra a los estados como un guante, adecuándose integralmente aun llevando a la superficie esa delgada incomodidad que dibujaba la escena del tipito distinguido en un concierto de vulgaridad. Hay lugares donde la belleza resulta tan ridícula, que necesitas mutarte alrededor del todo para transformar el instante.  Y los castillos se reconstruían cada vez que la Lucia hacia bailar las zapatillas con las piernas cruzadas. Adoraba esa cara al cielo y el reflejo de los anteojos en el cielorraso, me hacia abandonar tajantemente la búsqueda de significado de las cosas.
Jamás pude ver cuando empezaste a tener miedo de entrar a mi casa. Jamás medí los hechos en variables de vulnerabilidad pero supe hacerla un buen argumento. Todavía siento los rastros de aquellas noches de Caín y Abel, noches en que a la dualidad le crecen los colmillos y te identificas tan intensamente con tu pasado. Pero estas cosas pasan cada mucho tiempo, eso de que un mundo nuevo crezca geométricamente sobre las ruinas de otro semidestruido y decadente, ridículamente bíblico. Quien se animaría a soportar temblores semejantes. Jamás pude ver cuando empezaste a tener miedo de entrar en mi casa. Se que al abdicar se ciñen otro tipo de coronas, de las que aprietan donde las revoluciones parten. Se que pensarías que es triste pero cuando siento que nada puede quebrar la monotonía, tus latidos me salvan, aquellos que destellan al borde de la mesa verde. Hay algo de ese momento que ha hecho una impresión genética en mi campo visual, y para esquivar el frío bisturí de tu silencio tuve que volverme el silencio mismo. Jamás pude ver cuando empezaste a tener miedo de esta casa.
Noche de dominante en superchería, puedo acomodarme en lo elástico de esta noche. Ir estirando, forzando la piel de látex, someterla a una presión tal que no hay posibilidad de no ver lo que hay del otro lado. Ese mismo, es el efecto que me producía el mirarte. Se que sos la excusa perfecta para manipular mi pasado hasta volverse a mi favor. Jamás olvide cuando me habías dicho que el día que leas de mi algo feliz vos también lo ibas a estar, y capaz que haya charcos que necesite empezar a saltar. Me mirabas en el colectivo y decías que no sabias porque me besabas, que no eras así. Yo nervioso, no podía pensar, mis pensamientos suelen ser algo a lo que recurro cuando percibo el reflujo de mi propia residualidad. Jamás entendí nada en realidad y la presencia de magia es inversamente proporcional al porcentaje de lógica con que cargo el tiempo. Hacia calor ese día, las verduras en la bolsa de mercado acompasaban nuestro poderoso vaivén. Hacia tiempo que sabia que me ibas a asustar, pero no con ese caudal perturbador de claridad, esa que ahí bailando un bolero mecánico me definía como una pequeña lejanía de la realidad, como el primer bostezo de la mañana, ese de despertar, como la abstracción de tu cara resaltada en el reflejo de la ventanilla. Caí en recordar, días antes de conocerte, a Elvira. Bajo la misma ventanilla le confesé que ya sabia que me ibas a asustar. Luego me recordé diciéndote de lo feo de las palmeras en la circunvalación, algo sobre el viento la tierra y la humedad, me diste la mano y las ventanillas se tornasolaron todas, y así por un segundo percibí el susto. Tus pecas y esa claridad expandible y tu nariz apuntando siempre hacia lo puro. Fue ahí cuando comencé a despellejarme de ese microcosmos identificado con el antagonismo, abriéndome hacia esa luz que me reflejaría una imagen sarcástica e incomprensible. Todavía no podía admitir lo bello de saber que ante un movimiento superior a nosotros las certezas transmutan. Ay cuando no ves las certezas.
Entramos en la cocina, atravesamos un vaho húmedo, un residual aromático intenso en los azulejos de esquinas grasosas. Por un segundo me dio como una sensación familiar, a mi,  uno en eterno desarraigo, habrase visto. Disipándose como el humo esa adrenalina por los mares. Las cosas se sentían más reales con las chauchas sobre el mesón. Te cocine austeramente, con la palma límpida y olor a ajo, igual que vos. La sartén sostenía cautiva esa austeridad de tres colores en pleno aroma, como el de un recién conocido que ya se conoce. Me reía porque los ojos se te iban poniendo color romero y no te dabas cuenta porque leías aquella revista mientras comías pan. Y otra vez las zapatillas bailaban en la punta de tus dedos y lentamente me iba dando cuenta que jamás seré poeta, soy un instrumento de esa poesía. Y la magia ni siquiera éramos nosotros, era eso que se quemaba la esencia en un motor omnisciente, ese que nos reía, que nos acomodaba las respuestas mientras vos y yo nos reíamos por el buen vino. Ese mismo vino que nos caminaba por la calle, y siempre me preguntabas cuantas cuadras faltaban, como si dudabas de llegar. Y me cago en lo simbólico y en la belleza de aquellas respuestas que llegan a tiempo, porque llegan cuando deben llegar sin importar lo circunstancial. Vos ya sabias que no se puede apurar lo que no se conoce.
No te imaginas las caras de todos, la de ella, esa cara consciente de haberse abandonado al instante. No es por vos, le pensé, es una disociación que me atacó, como que no iba a ser, que no cerraba, algo así. Al mirarla a los ojos comenzó a derramarse ante mí el futuro que a ella se adhería. Puras ramas en el eje, construcción, resistencia, negociación, pasión, lucha y lucha hasta la abdicación; como quien lucha con el sindestino entre ceja y ceja. Niñerías que me besan desde la construcción de la incertidumbre. Me he dormido escribiendo, te pedía perdón por la bobera maravillosa de despertar, y tengo tres mil quinientas imágenes caóticas, y tengo que matar a alguien.

- ¿Matar a alguien?
- Sí.
- ¿A mí?

Continuará...