lunes, 31 de octubre de 2016

Esto no es un bastón - EVER ROMÁN - Morón

Cuando empecé a dar clases en la Universidad de Morón, tuve que mudarme a esa ciudad para estar cerca. Frecuenté páginas de Internet e inmobiliarias, hasta que me ofrecieron una casa por un precio muy bajo, pues estaban esperando venderla. El hecho de que en cualquier momento podían pedirme que me vaya, me eximió de pagar impuestos y el depósito fue de carácter simbólico. La casa era bastante grande para mí solo; dos habitaciones, un baño, un living-comedor respetable y un patio angosto donde había un pequeño jardín con varias plantitas coloridas. Lo que más me gustó fue que estaba amueblada como en los años 50, con espejos enmarcados, un sofá cama de cuero y sillas de forma graciosa. En la inmobiliaria me dijeron que la dueña había muerto hacía dos años y que recientemente se había resuelto la sucesión y que los herederos querían venderla para repartirse la plata; pero por la situación del país este trámite podía demorarse un tiempo. En los placares había sábanas viejas y trastos que nadie había querido, pero esto no me molestó pues yo tenía muy pocas cosas. Hice un hueco para mis ropas y compartí el espacio con enaguas, vestidos floreados y zapatos gastados. En el baño encontré una dentadura que envolví asqueado en papel higiénico y guardé en un rincón del armario. Sin embargo, la cocina me regaló platos, cubiertos y ollas; era casi como si me hubiera mudado a la casa de la abuela que nunca tuve, mientras ella estaba de vacaciones. También encontré una tostadora y una licuadora que funcionaban perfectamente. Mi primera mañana allí desayuné pan tostado con licuado de banana y me sentí en casa. Poco a poco fui consiguiéndome más cosas: una radio, una computadora, un televisor. Me compré ropa para parecer formal en mis clases, por lo que tuve que hacer espacio en los placares. Bajo unas frazadas apareció un bastón plateado, con las gomas corroídas y el mango de madera. Un bastón de vieja. También encontré un sombrero de jardinero, con evidente uso pero que calzó perfectamente en mi cabeza. Por las mañanas, antes de ir a trabajar, regaba el jardín con el sombrero de la muerta en la cabeza, y por las noches preparaba mis clases caminando por el living con el bastón en la mano, que iba haciendo resonar contra el piso y la mesa para ayudarme a pensar.
En la facultad conocí a una profesora nueva como yo. Era jefa de trabajos prácticos de la cátedra que venía luego de la mía, así que me la cruzaba mientras ordenaba mis cosas para retirarme. Al salir del aula, solía estar parada al lado de la puerta, con numerosas carpetas en la mano. Era una mujer menuda, de unos 30 años, flaca y agachaba la cabeza cuando yo salía. Un día me planté ante ella y la saludé. Levantó su rostro hacia mí y resultó hermoso. Se lo dije y sonrió. Luego de saludarla un par de veces más, le propuse salir. Me mostró el anillo en la mano derecha y sonrió. Sin embargo, luego de invitarla un par de veces más, aceptó tomarse un café conmigo en una cafetería fuera de la facultad. Se volvió costumbre. Hablábamos de cosas que no recuerdo ni me interesaban, pues yo solo quería comérmela. Cuando me estaba explicando alguna cosa la besé. Ella aceptó el beso por unos segundos, pero luego me apartó con su ya familiar sonrisa de cortesía. Después del cuarto o quinto beso, muy similares al primero, no me rechazó. Pero su lengua cálida se mantuvo pegada al paladar, aunque yo la empujaba con la mía y le mordía la boca. Yendo así las cosas, aceptó ir a mi casa una tarde en que debía haber jornada universitaria o algo así.

 Tomamos café en el patio y cuando fue al baño la esperé en la puerta para meterle mano. Me rechazó con una sonrisa de cortesía. No obstante, trasladamos el café al sofá. Pegué mis muslos contra los suyos y sorbí mi café lentamente, mientras el silencio crecía envolviéndonos como una bóveda. Ella miraba atentamente hacia la puerta de salida. Entonces le dije al oído que la deseaba. Ella se paró y me dijo que tenía que irse, que estábamos haciendo algo malo, lo peor, pero la abracé y comencé a besarle el cuello, el pelo, la boca, la apreté contra mí. Su cuerpo cedió a mi fuerza y escuché que sollozaba. La cargué como una novia y la deposité en la cama. La desvestí como en las películas románticas, cuidando no dañar un botón ni arrugar la tela, y le iba diciendo bobadas para relajarla. Cuando le saqué la blusa, noté su cara bañada en lágrimas. Pero el intenso aroma de su cuerpo pudo más y le desprendí el corpiño y se lo saqué. Apenas pude entreverle las tetas pues se las cubrió con las manos. Para desprenderle la pollera, la volteé boca abajo, mientras le besaba la espalda. Sentí un poco de vergüenza, como si la estuviera violando, pero en rigor ella no me estaba rechazando, sino que solo no colaboraba con efusividad. Le saqué la bombacha y la volteé de nuevo boca arriba, pero ella se tapó el pubis con la mano. Ya no sollozaba, sino que sonreía, y su risa era de esas que me pedían amablemente que no insista en mis tonterías. Acerqué mi boca a la suya  y le dije que quería metérsela desde que la vi por primera vez. Sonrió otra vez, pero aflojó los brazos y liberó sus tetas y su sexo. El olor de su cuerpo me emborrachó, el sabor de su boca me extravió al punto de no notar que ella aceptaba todo de mí pero no se movía, así que luego de besarle los pezones y meterle la mano entre las piernas, sentí que estaba sobre un maniquí, o una muñeca inflable. Le pregunté si quería que pare, pero solo sonrió, como quien no tiene nada que decir. Haciendo palanca con una de mis piernas, abrí las suyas y descendí hasta su ombligo, cargué uno de sus muslos sobre mis hombros y la lamí y chupé, hasta que sus jugos me empaparon la cara y su clítoris se hinchó como el pistilo de una flor entregándose al colibrí, pero no me acariciaba la cabeza, ni gemía, ni hacía nada de las cosas usuales en estos casos. Seguía como una muñeca. Le besé la cara para untarla de ella misma, a ver si así despertaba, pero no hubo caso: solo cuando llegaba a su boca movía un poco los labios para recibirme, pero con la lengua dormida. Entonces, para evitar estresarme, la puse boca abajo y traté de metérsela por atrás, pero mi erección era cosa del pasado. Le puse la pija en una de sus manos y comencé a masturbarme con ella, pero sin éxito. Me avergoncé y quise que se fuera, pero en lugar de pedírselo busqué un cigarrillo en la mesa de luz. Ella me preguntó si me pasaba algo, pero me limité a encender el cigarrillo. Recostó la cabeza contra mi pecho y me beso la mejilla. Se acurrucó contra mí. Me sentía muy frustrado y furioso. La aparté para buscar un cenicero y no manchar la cama, y al abrir el cajón tras el cenicero, se escuchó un golpe metálico contra el piso y ella se sobresaltó. Se dio vuelta, tapándose las tetas. Me miró asustada y luego miró el piso. Encontró el bastón de la muerta. Me preguntó qué era eso. Extendí el brazo y agarré el bastón. Lo alcé arriba de mí, le miré la cara a ella y sentí el impulso de partírsela a bastonazos, pero antes de que lo haga ella me lo sacó de las manos.

Continuará...

viernes, 28 de octubre de 2016

El Túnel de Burzaco - LETICIA OTAZÚA - Burzaco


Sonrió al chofer del colectivo por cortesía, pero al tipo que la piropeó a la entrada de la estación ni lo miró. No respondió al insulto de la mujer que le empujó un brazo con su cuerpo, le sacó la cartera de lugar y le quitó tres segundos fundamentales.
Bajó corriendo las escaleras del túnel, tapándose la nariz con su mente para no sentir el olor a pis y a vómito que envolvía todo.  Siempre recordaba una película infantil en la que la protagonista debía contener la respiración hasta atravesar por completo un puente, de ese modo se volvía invisible para los seres que lo trajinaban. En dos trancos se reía de su método, en otros dos se recriminaba el pensamiento discriminatorio y en los últimos ya veía la luz de la escalera de subida.
Buscó la tarjeta magnética en el bolsillo externo de su cartera pero ¡mierda!, se le habría caído con el empujón de la mujer.
Calculando el tiempo, volvió sobre sus pasos, esquivó al negro (¿será senegalés?, tiene que preguntarle algún día) que ya se instalaba con sus relojes de oro en el stand improvisado, y subió hasta la boletería. Entre zapatillas gastadas, un par de botas, las patas del perro y folletos aplastados, estaba su tarjeta.
El sonido de la campanilla le marca un ritmo distinto. Le gana al perro de todos los días, el que deambula en el andén a Constitución hasta que llega el músico, al que le hace más fiesta que a un asado, esperando que el estuche de la guitarra se abra para acomodarse allí, como en una cama ideal, hasta el fin de la jornada. Le gana al perro y no lee la pintada que grita “Ni una menos por aborto ilegal”, no necesita leerla porque la conoce de memoria, las letras rojas la despabilan cada mañana y le recuerdan que hay gente que lucha.

Pasa la tarjeta, ve cómo se cierran las puertas del tren en sus narices y se desinfla en un suspiro enojado. Apenas se acomoda para esperar el próximo, la descubre en el andén contrario. ¿Qué le pasa? Mejor dicho, ¿qué le pasó a esa chica? Porque más de veinte años no tiene; menos, tiene menos.  Los brazos muertos, la cara sucia, tan sucia, desgreñada, la pollera hecha un desastre, las piernas chorreadas. Mira hacia la vía, pero no quiere tirarse, acá no sirve. No, no mira nada. Está entregada.

Continuará... 

viernes, 21 de octubre de 2016

La señorita Cora - MELINA CHERRO - Villa Martelli

1

Otra vez lo mismo —pensó Cora—. Las risas y burlas de los chicos en el patio de la escuela y el llanto agudo y ensordecedor de Morena. Hacía unos pocos meses que la nena se había incorporado —justo después de las vacaciones de invierno— y desde entonces la escena era algo habitual en el recreo. Esta vez habían encerrado a Morena en el baño y mientras le cantaban una canción burlona, a través de la puerta cerrada, Cora podía escuchar a la nena que gritaba. Parece un rugido —pensaba Cora— como si fuera una fiera enjaulada. Y mientras escuchaba y pensaba se mantenía a un lado del patio, por alguna razón no lograba interceder y terminar así con las burlas y los rugidos.

Cora era maestra hacía más de diez años y nunca había visto a una nena así. Las primeras semanas pensó que era una de esas nenas problemáticas con una familia difícil: un padre abandónico y una madre sumisa y silenciosa. Morena era delgada y pequeña, muy pequeña para su edad. Su andar era cansino con esas piernitas flacas que parecían rebotar en el piso. Pero lo peor, pensaba la señorita Cora, eran sus ojos. Tan oscuros que cuando los miraba sentía que se caía adentro de ellos.

Cada vez que Morena quería decirle algo, se le acercaba tan despacio que Cora no se daba cuenta de que ella estaba a su lado, hasta que giraba la cabeza y se encontraba con esos enormes ojos oscuros, redondos y profundos. Y esa voz, ese susurro ininteligible.

— ¿Cómo?—le preguntaba Cora— no te escuché.

Y otra vez el murmullo, esa voz suave que era casi un balbuceo del que apenas podía distinguir alguna que otra palabra. Nunca conseguía ayudarla. Cora no lograba entender lo que Morena le decía. Nunca. Entendía palabras sueltas, palabras que era imposible que sean pronunciadas por una nena de esa edad. A Cora le daba escalofríos recordar esa pequeña boca susurrando en su oreja, pronunciando algunas de esas palabras. La escuchaba y tardaba en reaccionar porque, de pronto, sentía que se perdía adentro de esos enormes ojos negros. Se veía reflejada en esos dos espejos ovalados, dejándose caer infinitamente en una espiral interminable.

Cora levantaba la vista intentando encontrar en los otros niños una mirada cómplice, alguna que se ofrezca a ayudarla. Pero ninguno quería estar cerca de Morena.

—Siempre hay un raro —pensaba— siempre algún chico o chica que nadie quiere. Debería hablar con la madre, sí eso. Debería hablar con la madre.

Pero los días pasaban y Cora empezó a acostumbrarse a la caída en espiral adentro de los oscuros ojos de Morena. No habló con la madre.



2

Cora estaba casada hacía ya muchos años con Julián. No habían tenido hijos porque los dos trabajaban arduamente y nunca parecía ser el momento adecuado, sin embargo se amaban mucho. Cuando Cora le habló a Julián —que también era maestro pero en otra escuela— de Morena, le recomendó que consulte con la psicopedagoga. Y Cora decidió no hablar más del tema.

Algunas semanas después Julián sintió que Cora estaba distinta, algo en ella estaba cambiando, pero no podía decir exactamente qué era. Cora se quedaba durante horas, extraviada, mirando por la ventana; a veces de su boca parecía salir un murmullo indescifrable y sus ojos, sus ojos estaban cada día más oscuros y entristecidos.

— ¿Cora? ¿Estás bien? —le preguntaba cuando la veía caer en esos trances.

— Sí, sí. Sólo pensaba —le respondía Cora con apenas un susurro.

Julián empezó a inquietarse porque los trances de Cora eran cada vez más largos y además había empezado a soñar. Bueno, todos soñamos —se consolaba Julián— pero pocos sueñan con tanta intensidad.

Y se volvía a preocupar.

— Son sueños de madera y agua, de tierra y sangre —pensaba Julián tratando de entender los sueños alterados que hacían gritar a Cora por las noches, pero que por la mañana parecían olvidados. Julián la abrazaba intentando calmarla, pero el cuerpo rígido de su mujer lo expulsaba y Julián volvía a pensar en la madera y en la tierra intentando ponerle imagen a los gritos de Cora.

Una tarde Cora volvió con el delantal manchado de sangre. Julián la interrogó preocupado.

— ¿Qué te pasó?

— ¿Con qué? —preguntó Cora casi balbuceando.

— Tenés sangre en la mano.

Julián tomó el puño de su mujer y enrolló la manga hacia arriba, pero no encontró ninguna herida. Cora lo miraba sin entender, como si la mancha no estuviera allí. El hombre acarició las manos de su mujer intentando descubrir que era lo que había sucedido, el rostro de Cora empalideció, dos oscuros surcos se habían dibujado debajo de sus ojos que se habían empañado.

— Son mis sueños, Julián, siempre son mis sueños —dijo Cora.

Más tarde, mientras Cora dormía una siesta afiebrada, Julián miró nuevamente la mancha en la manga del delantal y pensó que tal vez la sangre no era de ella.

Continuará...

miércoles, 19 de octubre de 2016

Ésto - KARTOFF - Lanús Oeste

Todavía no me recupero de Palermo. Nos escapamos de la realidad yendo a un barrio que es mezcla de todo; somos turistas. El dos-setenta-y-uno -jamás pronunciado doscientos setenta y uno-, el Roca y el ciento sesenta y ocho. Un viaje a otro país -turismo aventura, como quién dice-.  

Me puedo imaginar que vos, viniendo de una realidad diametralmente opuesta y frecuentando frondosos shoppings, te sentís mal acostumbrada a tener que someterte a eso para ser una turista más.  

La realidad supera a la ficción -siempre- y por eso conozco bien tu barrio.  Conozco la clínica mataviejos* que tenés a pocas cuadras de tu puerta y sé con absoluta certeza las frecuencias del infame setenta y uno; la relación amor-odio más fuerte de nuestras vidas.  Siento que sólo hace horas prometí nunca más tener que volver por allá.  

*Si no sabés bien qué es mataviejos, me mentiste y seguramente vivís en Almagro.

No te escribí. No sabía qué decir.  No sabía para qué.  No escribo sobre mis palabras; lo aprendí como humillante.  Supongo que no voy a escribirte porque voy a sentirme con menos Poder**; eso te va a resultar menos atractivo y, conociéndome,la ilusión de Poder es mi atractivo.  

**Ayer tomé una clase de alemán, y el idioma estipula que los sustantivos llevan una maýuscula; pienso usar eso simplemente como una licencia en lugar de poner mayúsculas en todas las palabras cuál corrector de teléfono celular.

No sé qué puede salir de Ésto, porque nada debe salir de Ésto.  Algo de ese mínimo intercambio me gustó; una conexión desinhibida y en niveles no-tan-superficiales.  Observé tus líneas, me quedó claro que funcionó en otro nivel de menor obviedad que solamente un par de miradas y cuerpos en colisión; así durase unos pocos minutos en un antro de terrible muerte.

Ésto existe como tal porque decidí darle una entidad a modo de poder omitir la explicación engorrosa que se merece; en una afirmación es: "Es todo idea mía".  Sólo una idea que conlleva numerosas ramificaciones en algunos escenarios que puedo imaginarme.

Escenario 1
No me escribís, yo no te escribo.  Ésto no existe.

Fin.

Títulos finales.  

El New York Times lo publica como cuento corto, me compra los derechos -en carácter nominal, voy de consultor-  algún estudio queriendo competir en Sundance.  Gana premios en setenta y dos festivales de cortos.

Escenario 2

Me escribís, contesto algo de poco atractivo y Ésto no existe. 

Fin.

Títulos finales.  Gana premios en noventa festivales de cortos y dos en BAFICI.

Escenario 3

Me escribís, contesto algo neutral -o poco inspirado- y todo queda zanjado en una conversación amistosa***.  Ésto no existe.

Fin.

Títulos finales.  Me convierto en una parodia de Youtube por dos meses.  



Continuará...

lunes, 17 de octubre de 2016

Misteriosa La Matanza - LUCIANO DOTI - La Matanza

Me encontraba yo en un bar de La Matanza, en la zona del segundo cordón. Pero no se trataba de uno de esos típicos bares «aporteñados» que abundan en Lomas del Mirador o San Justo, sino más bien de un copetín al paso, con parrilla en la vereda, unas pocas mesas y la infaltable barra, donde la clientela casi toda masculina bebía tinto barato de damajuana.
Las mujeres que pasaban por el lugar lucían acostumbradas a frecuentar ese ambiente; eran atractivas y libres de los prejuicios que puede haber en la capital y el primer cordón. En una época en que la situación económica solía ser determinante para conseguir pareja, en esa periferia de clase media-baja parecía existir un resquicio en el cual no hiciera falta tener auto y pagar una cena en un buen restaurante para estar bien acompañado. De alguna manera, funcionaba esa zona como el último refugio para la gente que intentaba disfrutar con poco: el chori, el tinto, la minita… La frontera imaginaria, surcada por el Camino de Cintura, separaba dos realidades muy diferentes.
Yo me hallaba entre esos dos mundos: por un lado, como miradorense en particular, pertenecía al primer cordón; pero por otro lado, como matancero en general, tenía curiosidad por conocer esa “verdadera” Matanza que nunca había llegado a explorar plenamente; aunque comparado con otros vecinos míos, podía considerarme un erudito en temas matanceros, ya que con algunos amigos había realizado una serie de «tours» de iniciación en el pasado. Sabía de recorrer las calles de Rafael Castillo, Laferrere, Catán, hasta Oro Verde, de día y de noche. Y como dije antes, encontraba cierto encanto en esa geografía, en la cual no necesitaba fingir para aparentar ser más de lo que en realidad era. Soy una persona de ciudad, me encanta ir al centro de Buenos Aires, pero de vez en cuando, bajar hacia fuera y abandonar aunque más no sea durante unas cuantas horas esa simulación de la clase media, resulta gratificante para mí.
Allí estaba yo, en una mesa cercana a la puerta, bebiendo ese mismo tinto, cuando ingresó una mujer al local.
—Disculpen. ¿No han visto a Jorge, mi marido?
—¿Quién? —preguntó un cliente, ya bastante entonado.
—Jorge. Es uno morocho, flaco…
La mujer siguió describiendo a su marido, mientras el hombre que había preguntado miraba a los demás, esperando que alguien supiera lo que él ignoraba.
—Por acá no vino, señora —dijo por fin el cantinero.
—Hace dos días que no va a casa —comentó preocupada ella.
Eso provocó algunas risas contenidas, apenas audibles.
—Acá también, hace dos días que no viene —confirmó el cantinero.
La mujer salió resignada, con esa facilidad que tiene la gente humilde para asimilar los golpes de la vida; costumbre debe ser. Detrás de ella la siguió la moza, una trigueña con calzas y musculosa.
Ya en la vereda, le habló en privado; aunque yo desde mi ubicación más próxima pude oír todo.
—Señora, su marido se fue con otra: una pendeja que anda siempre por acá.
—¿Estás segura?
—Sí, todos lo saben. Ellos no le dicen nada porque están cubriendo al amigo, no quieren quedar como buchones.
—¿De eso se reían?
—Y… sí.
—¿Sabés donde puedo encontrarlo, para hablar?
—No, pero conozco a alguien que puede hacer que vuelva con usted.
—¿Cómo?
—Mi hermana es parapsicóloga, hace “trabajos” de retorno de parejas. No cobra caro, y le puede pagar cuando pueda.
—¿Y eso cómo es?
—Necesita el nombre, la fecha de nacimiento, una foto y una prenda. Con eso vuelve más tardar en nueve días.
La mujer engañada aceptó el servicio que le ofrecía la moza. Después, ésta llamó a su hermana desde un celular para arreglar una cita, y anotó algo en un papel que entregó a la señora.
—¿Qué le dijiste? —la paró en seco el cantinero ni bien entró.
—Nada. Le di una dirección, por un asunto.
—¿No le habrás dicho algo del marido, no? Yo acá no quiero quilombos: soy ciego, sordo y mudo.
—Está bien —ensayó la moza como toda respuesta.
Terminado ese episodio, seguimos bebiendo sin problemas.

Continuará...

viernes, 14 de octubre de 2016

La Pelada - PABLO LESPIAUCQ - Santos Lugares

Asistir a la Iglesia cuando no hay misa tiene poco sentido. Pero es evidente que, a los diez años, no cuestionaba los pedidos de mi abuela y allí estaba, sábado a la tarde, junto a ella, en su grupo de oraciones, entonando con dudosa afinación la página 14 del cantoral. El templo de la Virgen de Lourdes es tan antiguo que pocas personas recuerdan que antes estaba dedicado a otra advocación: San Antonio de Padua. Cuando la histeria por la aparición mariana en Francia se expandió por el mundo, aquel santo italiano fue trasladado, con imagen y cruz, hacia un triste rincón bajo la sombra de los eucaliptos.
La informal reunión de los fieles se realizaba en una moderna sala de techo bajo y paredes blancas que me resultaba más agradable que cualquiera de las cuatro capillas de columnas altas, bóvedas oscuras y vitreaux inalcanzables. Las señoras recitaban animadas y respondían a todos los salmos sin vacilar. Una anciana muy alegre repartió caramelos a los niños; es decir que me los dio todos a mí, porque yo era el único que soportaba al grupo de teclado, guitarra y palmas de la Asociación Católica de Santos Lugares. Aunque estaba aburrido, aquel día no podía fallarle a mi abuela. Iban a entregarle un hermoso crucifijo a modo de condecoración —que previamente había abonado— por su enorme espíritu caritativo.
La espera fue en vano. El padre Blas, encargado de bendecir el obsequio, había sufrido un retraso en una reunión en el seminario de Villa Devoto y llegaría unas tres horas más tarde. Nadie quiso esperarlo. En cuanto se leyó la última intención del día, con su correspondiente “Te lo pedimos, Señor”, la gente fue abandonando el recinto para regresar a sus casas y tomar el té. Mi abuela, cuya fe también tenía límites gastronómicos, decidió retirarse. En eso estábamos los dos cuando el sacristán nos cruzó el camino en el patio de la parroquia.
—Doña Olga —dijo delicadamente—, lamentamos mucho este problema, pero el Padre fue demorado de manera impensada. Tal vez el niño pueda aguardar unas horas y llevarle la cruz más tarde. Tenga en cuenta que mañana el padre Blas viaja a Santiago de Chile y estará allí un mes.
Así fue. Me tuve que quedar sentado sobre la fuente de agua bendita mientras el sol se ocultaba. Durante mi abrumadora espera descubrí cuatro fallas en la trama de las baldosas y comprobé que la imagen de Santa Bernardita de Lourdes, efectivamente, miraba hacia la Virgen erguida en lo alto de una gruta simulada. Sus ojos de adolescente admiraban el milagro mientras permanecía arrodillada. Pero yo no era material para santo y carecía de su virtuosa paciencia. Sin embargo, cuando empezaba a fastidiarme, la enorme puerta de madera se abrió de par en par y el sacerdote me invitó a pasar. Extendí el brazo, abrí la mano y el padre Blas colocó la cruz plateada para luego cerrar mi puño de inmediato.
—Listo, muchacho —me dijo—. Disculpa el tiempo que has perdido. Ahora camina derechito hasta tu casa y cruza rápidamente la plaza, porque Dios sabe qué criaturas malignas la habitan a estas horas.
No comprendí si el cura se refería a simples ladrones o a espíritus vagabundos y brujas. Apurado por el frío, comencé a caminar más rápido, mientras pensaba en comer alguna medialuna que hubiera sobrado de la merienda durante mi ausencia. Una larga columna de automóviles retrasó mis pasos y, cuando estaba a punto de cruzar la calle Estrada en dirección a la plaza, sentí que me atravesaba una ráfaga de viento. Había sido un toque suave como una caricia. Tuve un extraño presentimiento, como el que se tiene al anticipar que uno dejó el paraguas en el colectivo.
—Soy mucho más veloz —dijo una voz que parecía venir de mi cabeza—. No puedo fallar esta vez.
Asustado, levanté los ojos y observé un perro callejero que no había visto antes en el barrio. Estaba bien flaco y su altura no era para nada intimidante; su pelo negro no brillaba, era en verdad opaco, y parecía bastante viejo y golpeado. Tenía la lengua completamente afuera, como cualquier perro cansado, aunque, por algún motivo, sentí que aquello era una forma de burlarse de mí. Luego, tomó entre los dientes un objeto plateado que estaba en el suelo y lo exhibió como si fuera un hueso del que estaba orgulloso.

Continuará...

miércoles, 12 de octubre de 2016

Esbirra - FLOR CANOSA - Lomas de Zamora

Puse ese aviso en la página porque era gratis y porque quería confirmarle a mi psicóloga que yo tenía razón. No esperaba que alguien respondiera. Pero siempre hay alguien del otro lado que tiene una desesperación más inmensa que la propia y una computadora más rápida.

Yo sé que tengo razón, aunque mi psicóloga no lo quiera comprender. Me pasa lo mismo desde los dieciséis años y ya voy promediando la treintena. No es un accidente o una casualidad, no. Tengo razón. Y, sin tener nada mejor qué hacer, opté por convertir esa razón en algo más grande.

Rodrigo me llamó a tres días de publicado el anuncio. Vivía en Lomas de Zamora, a escasos quince minutos de colectivo de casa. Yo no tenía pensado ni precio ni plazo; tuve que improvisar.

Me instalé en su casa, a media cuadra de Frías, en diagonal a la estación de servicio, y comencé el procedimiento. Rodrigo intentó comentarme detalles sobre su caso pero yo no necesitaba saber nada. Bastaba con dar una ojeada alrededor para entenderlo todo. En definitiva, él no era más que una variedad de lo mismo, un tono ligeramente más opaco del exacto color que ostentaban los anteriores.

El procedimiento era de una simpleza sorprendente. No incluía ni máquinas ni pociones, ni invocaciones ni otra gente ni rituales extraños. Sencillamente bastaba con ser yo y con ser él, con comportarnos como haría cualquier pareja normal.

Nos pusimos en acción de inmediato, apenas acomodé algunas mudas de ropa en sus cajones, mi cepillo de dientes y la medicación para las alergias. Fue sencillísimo: a las pocas horas de conocernos ya todo se sentía como en una pareja con cinco años de antigüedad, lo cual hizo más sencillo el proceso de transformación para Rodrigo.

En los siguientes días salimos a caminar por la calle de la mano, nos dimos piquitos sin sentimiento por la mañana, tuvimos sexo mecánico y dormimos espalda contra espalda, escapando del mal aliento, de las pestañas, de los cabellos, de las manos, de todas las banalidades del amor.

Fuimos a cenas con amigos de él y amigos míos. Pasamos por casa de mi vieja, visitamos a su abuela en el geriátrico. Contamos anécdotas propias y ajenas, evitando mirarnos a los ojos, ostentando la ficción con tan poca pasión, que se volvió convincente.

La quinta noche que pasamos  juntos, ya no tuvo ganas. Intentó, pero la actividad le salió sin vida y sin corazón.

La noche siguiente directamente pasó de largo sin darle importancia, como si su instrumento fuese un objeto decorativo.

Siete días fue el plazo prometido.



Continuará...

lunes, 10 de octubre de 2016

Siesta de JUAN JOSÉ BURZI - Lanús Oeste


Oprime el sol a la ciudad con su luz recta y terrible; 
la arena resplandece y el mar espejea.
Tímidamente se rinde el mundo asombrado y duerme bajo la siesta, 
siesta que es una especie de muerte saboreada en que el dormido,
despierto a media, disfruta los placeres de su abatimiento.
Charles Baudelaire “La hermosa Dorotea” 


En la casa todo es silencio. Deja la cama y va hasta a la cocina. Camina descalzo, la frescura del piso encerado lo hace sentir bien. Repasa mentalmente cada paso; primero el talón, después la parte inferior del arco del pie, por último los dedos.
Llega a la cocina, a esa hora del día es el lugar más iluminado de la casa, la ventana que da al patio no tiene ni siquiera cortinas. Vidrio, reja, y entre ellos, un mosquitero. Se acerca a la puerta a medio abrir que está a un costado de la mesa. Con cuidado la empuja y se asoma. La habitación está en penumbras, apenas distingue dos bultos en la cama. Son sus padres. Uno de ellos ronca suave y acompasadamente. El otro sonido que oye es el del ventilador de pie. Todo en el ventilador es hipnótico: La forma en que la parte superior va y viene de lado a lado como un vigía mudo, la especie de ronroneo que se desprende de las aletas de metal cuando gira y gira... Se lamenta por no tener uno así en su pieza.
Observa una vez más a sus padres y retrocede un paso, volviendo a dejar la puerta como estaba antes. De nuevo en la cocina, mira por la ventana que está justo sobre las hornallas y la mesada. En el patio interior de la casa no hay movimiento. El piso es una combinación simétrica de baldosas negras y blancas, como un tablero de ajedrez. Sobre ellas se dibuja en forma irregular la sombra que hace la parra. En algunos sectores puede inclusive identificar la forma de una hoja, o de algún racimo de uvas. En otros, en cambio, nada se interpone al golpe del sol. Junto a eso, el sonido de las chicharras, anunciando más calor. Cada tanto puede oír algún pájaro, pero predominan las chicharras.
Es entonces que él se siente resguardado de ese infierno, descalzo y en la casa, que siempre estaba fresca, o al menos así la sentía cuando por la ventana lo alcanzaban las imágenes y los sonidos del calor. El silencio acentúa esa sensación, el silencio y el ronroneo tenue del ventilador que escapa de la pieza de sus padres.
La bocina del heladero lo sobresalta. Deja la cocina y atraviesa el comedor con cierta prisa. Corre la cortina y espía la calle por entre las hendijas de la persiana. La bicicleta está en el límite de su campo de visión. Lo mejor de comprar helados no es, como se puede suponer, el helado, sino el momento en que el vendedor abre la heladera que lleva sobre la rueda de la bicicleta. Entonces él puede acercarse un poco más y ver el vapor frío que sale de los helados, todos encimados, y también percibe ese olor a frío y a frutas, algo tenue, indefinido.
La bicicleta desaparece completamente de su vista, pero él sigue espiando la calle, solo, en penumbras, en el comedor.
Le atrae la calle a esa hora. Los vecinos están en sus casas o en sus trabajos, el almacén de la esquina no abre hasta las cuatro... el barrio parece desierto, olvidado; solamente algún colectivo que pasa cada tanto.
Sus padres, que sabían que él se negaba a dormir la siesta, le habían advertido sobre no escaparse a la calle a esas horas, le habían contado del Hombre de la Bolsa y de la Solapa. El Hombre de la Bolsa era fácil de imaginar, un viejo con barba tupida y blanca, mal vestido y sucio, con una bolsa arpillera en el hombro, donde guardaba chicos muertos. A la Solapa la imaginaba distinta, como a una especie de cráneo con poca piel y con pelo largo, con brazos en forma de tentáculos, sin dedos; un monstruo que se movía con torpeza, pero que resultaba inevitable y mortal. Pero eso no era lo peor. Un día la abuela le había contado sobre los demonios de la siesta. Le había dicho que eran muchos, que allá en la provincia se llevaban a los chicos que encontraban en la calle... no sabía por qué, pero esos demonios le causaban más miedo que los otros personajes.
Un mediodía del verano anterior, a pesar de las advertencias, había salido a la vereda a esperar al heladero...

Continuará... 

viernes, 7 de octubre de 2016

Mito de Vicente Caldera de CRISTIAN F. MAS - La Matanza

El último recuerdo que tengo de Vicente Caldera es algo difuso, pero creo que es lo suficientemente útil a la lógica del relato que me propongo construir.
Todavía me es difícil precisar quién y cómo era Vicente en aquella última entrevista que le hice en su casa de Isidro Casanova. Llegué obedeciendo a su indicación de presentarme pasado el mediodía, no fuera cosa que, según dijo, me diera un ataque de hambre y que a causa de su pobreza, distracción o impericia, acabara muriéndome ahí nomás, como se mueren las moscas (estas eran muchas, muchísimas, y él las presentaba como las alegrías del hogar, aunque de tanto en tanto se les diera por morirse cayendo en plena mesa, café con leche o plato de sopa). Lo suyo no era falta de hospitalidad. Era lo que llaman estilo de vida. A prueba de esto, apenas me recibe hace un saludo al estilo oriental llevando su cabeza a la altura de las rodillas y me ofrece un trago verdoso que venía tomando. Al principio me negué, pero Vicente me atravesó con una mirada tal que comprendí enseguida. Agarré el vaso e ingerí su contenido con movimiento raudo.
Hasta ahí Vicente, el Vicente alto, flaco y desgarbado en su cotidiano aspecto de planta muerta. De ahí en adelante pasó a ser muebles, sombras y notas desenfrenadas de un disco de Slayer que sonaba como si viniera desde las entrañas de la tierra. Aprovechó la ocasión para mezclar anécdotas, confundirme con otras personas -en más de una ocasión llegó a decirme mamá- y moverse como si en cualquier instante se le diera por salir volando.
Me aferré a las preguntas que tenía apuntadas como para obtener una línea, una punta de hilo que me permitiera comprender sus idas y venidas. Por supuesto, Vicente no hizo caso a ninguna de ellas, o bien, las aprovechó para desviarse y darle a mis preguntas un sentido completamente inédito. Me preguntaba dónde había estado todos estos años que no me había podido ver, y cuando yo atinaba a ensayar una respuesta ya me convertía en otro. Así, en un instante, pasé a ser Rolo, el baterista del power trío que le había dado su fama.
Ante su necesidad de cambiar de ambiente salimos y caminamos sin rumbo ni noción del tiempo. Amanecí, desnudo y en un lugar extraño; a mi lado, tendida, una mujer que debía ser una fisicoculturista. Me incorporé cegado, la sacudí con un pie, recorrí su cara hincándola con una rama y me fui de súbito sin saber si estaba muerta.
Era esto, como suele decirse, un gaje del oficio. Uno jamás podía adivinar en qué derivaría un encuentro con Vicente. Siempre se tenía la sensación de estar en lo más pleno y azaroso. Si pretendía obtener de ello un material valioso, era mejor que no me importara nada. Las más de las veces, empero, las cosas se extraviaban en una vorágine catastrófica. Considerando esto me ponía a inventar. Qué más podía hacer. Estaba sujeto a una fuerza que me dominaba, y no pensaba hacer gran cosa para ofrecer resistencia. No sabía si acabaría mi entrevista en una celda y con un par de dientes menos. Ni siquiera podía estar seguro de salir con vida.


Mi primer encuentro con él fue en el otoño de 1990. En ese tiempo yo estaba en la escuela de periodismo e intentaba a duras penas tocar el bajo en una banda punk que había formado con amigos. Nuestro mayor logro hasta entonces era haber sido convocados para el festival “Humanos chotos”, donde se congregaban las bandas más importantes del género. Un auténtico Woodstock de mutantes, mutilados y chicas que exhibían carne picada adherida al cuerpo como quien un collar de lujo. El festival se pretendía clandestino, y era ya un ritual que su conclusión fuera abrupta y a las corridas frente a grupos de uniformados que agitaban el aire con sus garrotes mientras nos dirigían miradas entre rabiosas y cómplices. Ellos parecían saber que para el punk de entonces la marca de un palazo en la espalda era tan glamorosa como una cresta sostenida a base de plasticola o una campera gastada con un gargajo en la solapa.
A la tarde noche de ese día estaríamos tocando frente a una multitud. Cargábamos los instrumentos en el Torino de Beto, nuestro guitarrista manco. Procurábamos juntar piedras, botellas, cadenas o cualquier otro elemento contundente que sirviera para lastimar. Yo, en tanto, cargaba pilas a un grabador de mano y registraba el momento convencido de que ese día iba a quedar para la historia. Es entonces cuando Beto me dice que apague el grabador, que un amigo nos quería conocer antes de ir a vernos. Fue la primera vez que vi a Vicente en persona.
Al principio lo escruté sin el menor asombro. Lo único que me llamaba la atención de él era un olor a neoprene que impregnaba el ambiente toda vez que abría la boca. Luego, por cierto gesto producido, recordé haberlo visto en algún afiche. Era, por esos días, frontman de Chango y Los de Hielo, una banda satírica que alternaba ritmos de rock fáciles y pegadizos con letras inextricables que analizaban filosóficamente las cosas más sencillas de la vida. Recordé una canción cuyo estribillo decía algo así como que la posibilidad ontológica nunca podía ser apriorística, sino que era una dialéctica originada a partir del contacto e intercambio empírico con la otredad. Eso mismo en un tema que hablaba sobre tomar birra en una esquina.

Consciente de estar ante una celebridad incipiente, me sobrevino impetuosamente la vocación periodística y encendí el grabador. Vicente me miró fijo unos dos o tres segundos, carraspeó provocándome la inmensa expectativa de que iba a decir algo trascendente que valdría la pena registrar y me espetó, duro como una roca, un: “Andate a la concha de tu madre.” Yo quedé impávido, como si de repente un viento me hubiera hecho volar el alma. 

Continuará...

miércoles, 5 de octubre de 2016

La araña de NURIA SILVA - Remedios de Escalada


Las palmas de mis manos queman. Estrujo sábana y frazada con inusitada fuerza. Siento cada músculo tensionarse, siento las pupilas dilatarse y gotas de sudor brotándome del cuerpo. Debajo, desde el borde inferior de la cama al que mis pies nunca llegaron, ella está igual de alerta pero no aterrada. —Planta de mierda—, pienso. Por una milésima de segundo dirijo mi mirada hacia la ventana de la habitación. La perra ovejera destruyó el mosquitero a mordiscones. Del otro lado de la ventana, del mosquitero roto, del patio y de la pared lindera, la musa paradisíaca observa bajo la luz de la luna. Brilla arrogantemente pálida, altiva, victoriosa. Siento una leve presión sobre el dedo gordo de mi pie derecho. Vuelvo a mirar y ella, alerta, me devuelve la mirada. Se queda quieta. Mis músculos comienzan a petrificarse y las manos a entumecerse. —Otra noche así, ni en pedo—, me digo como si la voz rotunda de mi vieja se apoderara de mis pensamientos. Unas dos o tres semanas atrás, con mi hermano mayor habíamos pasado la noche en la casa mis abuelos. Solíamos ir los fines de semana y aprovechábamos para andar en bicicleta, ir a la cancha a ver a Talleres de Escalada, tomar helado hasta reventar y dejarnos malcriar sin culpas. Nos quedábamos el sábado y nuestro viejo nos pasaba a buscar el domingo a la noche para volver a Lugano, donde vivíamos encerrados en una de las torres que se ubican en el centro del complejo de monoblocks. Ir a la casa de mis abuelos era ir a la libertad. Aquella noche una visita similar me mantuvo en vilo hasta la mañana siguiente. —Vos quedáte mirándola. Si se mueve, me avisás —dijo mi hermano harto de lidiar con mis fobias infantiles. Y cumplí a rajatabla. Y ella nunca se movió. Pero no esta noche. Esta noche estoy prácticamente sola, mis abuelos duermen al otro lado de la casa y ella no se queda quieta. Acaba de subir lentamente hasta mis rodillas, como si estuviera gozando la situación que sin dudas domina. 

Continuará...

lunes, 3 de octubre de 2016

La puerta abierta de FEDERICO YAÑEZ - Escobar

            
                El sábado ya la había visto. No daba, estaba con otro, un pesado, la mina con una cara de orto miraba para todos lados y el chabón meta morisquetas, con un vaso en la mano. Pero hoy es otra cosa, hoy ya la vi en la baranda del VIP aburrida, mirando para abajo ni bien entré. Sola es un decir, esas minas nunca están solas. La semana pasada, le terminé perdiendo el rastro, y la verdad es que nunca la había visto antes, se me hace que por ahí la vi alguna tarde en el centro, Escobar no deja de ser un pueblo, pero no estoy muy seguro. Buena es poco, viste esas pendejas que decís ¿como mierda puede estar tan buena? Medio chetitas, o que se la dan de chetitas, si, medio fifí, nenas bien… bien putitas. Algo así, carita de ángel tatuado y flequillo, con short de jean y remera escotada por rasgadura abrupta de fábrica, algún que otro piercing por ahí, mas tarde me di cuenta que en la lengua tenía otro, una cruza entre Nikelodeon y Pornhub.
              En una de esas que paso entre el montón para el baño, levanto la mirada y me estaba mirando, como le sostuve la mirada —en realidad desde que la había visto, no paraba de ficharla— la mina me sonrió; ya está dije.
             Mientras meaba me hacía toda la película, la venía poniendo seguido, pero una así, una de esas te cojés cada tanto. Por eso macho —me decía a mi mismo imaginando mi apariencia— si querés rendir y pegarle la cogida de su vida, levantá la patita del acelerador, no seas boludo que lo único que falta es que la cagues vos solito.
            Qué buena que está la hija de mil puta, explotar es poco. Me la sacudí con una sonrisa de oreja a oreja, medio canchereando, me acomodé más o menos en el espejo y salí con un aleteo en el corazón y un suspiro en el pito. Estaba bastante puesto, ya eran como las 4 o más, la verdad me sentía pesado, hinchado, me había metido de todo, viste cuando empezás a ver borroso, y caminás con los pies cambiados, sumale la oscuridad del boliche y el amontonamiento, aunque la verdad que el amontonamiento me ayudaba a no caer, como en un flipper medio a los tumbos llegué a un claro, tenía la total seguridad que la mina me iba a buscar, no es por agrandarme pero uno aprende a descifrar miradas, y la de esa mina sólo podía significar una cosa.
             Así que con la promesa de no escabiar más me quedé esperando que apareciera. Podía estar no tan buena de cerca como me pareció a la distancia, la verdad es que no había estado a menos de siete o nueve  metros, pongamos diez, siempre en pedo, obvio y viendo a través de la oscuridad, los juegos de luces y la máquina de vapor. Pero aún así sabía que estaba buena, muy buena, y que no podía errarle mucho. Me había pasado como a todos de llevarme más de una sorpresa, no sólo adentro del boliche, si no y sobre todo en la semana, afuera, de día, sin escabio, a la luz, inchamuyable.
            Siento un pinchazo en la espalda, me doy vuelta para embocar a uno y ahí estaba. Parada adelante mío, más baja de lo que me imaginaba. Me sonríe y le devuelvo la sonrisa. Me dice hola y le digo hola. Me siento un pollito mojado, no sé bien por qué, me empiezo a sentir nervioso, finjo tranquilidad, casi indiferencia. Con naturalidad empiezo un diálogo, la mina me frena en seco con un beso, me doy cuenta que tiene un piercing al mismo tiempo que esto no puede estar pasando, es demasiado bueno, ¿cuanto puede durar? Pero me la estoy transando, objetivamente me está comiendo la boca al menos de la misma manera en que se puede decir que hago lo mismo con ella.
             Conmovido por mi suerte cuando paramos miro, tratando de pensar en algo, a nuestro alrededor: y sí, me digo, lo mismo, hasta donde veo por lo menos cinco o seis parejas están en lo mismo, grupos de amigxs que entretienen sus labios con vidrio o plástico a falta de otra boca, quizá envidiando la suerte o no de algúnxs otrxs, no de todxs, por lo general bicheros, come gordas y viejas, lobos feroz que le dicen por que se comen a la abuelita, no faltan, sobran, son la norma, por eso los grupos de amigxs que se aíslan por asco, timidez o apatía y no intervienen en el amasijo de cuerpos que se desean hasta por ahí no más, pelean con el otro grupo en número, y ya que están al pedo fichan por ejemplo que hace ése, con esa mina. Las miradas de muchos están puestas en mí, me doy cuenta. Tengo la mejor mina del boliche
            La miro bien, es decir trato de tomar distancia de mirar con cierta perspectiva, me sonríe agarrada de la mano, le aprieto los dedos entre los míos llevándola a un costado, más silencioso y sin tantos apurados por pasar empujando, ni curiosos que miran, ni parejas preocupadas por bailar en lugar de concretar, empujando también, en fin…más lejos de las luces y el ruido para por lo menos oírle la voz cuando me habla y tomar algo, lo último. Como para invitarla. La mina me sigue, se deja llevar sin preguntas, es toda risas, algo me decía que no era tan boluda como pensé, o sea sólo linda… prejuicios. No sé por qué llegué  a esto ultimo y realmente me lo pregunto mientras avanzo tirando suavemente de su mano entre los demás, notando cómo minas y tipos todos por igual a medida que pasamos frente a ellos nos dedican brevemente un fragmento insignificante de su noche para auscultarnos con sus consciencias, juzgándonos, antes de seguir en su caretaje ad usum noctis populi. Llegamos a una barra que queda de pasada a la terraza. Le pregunto al oído qué quiere tomar porque no me escucha por más que grite, me hace un gesto que le da lo mismo, pido algo clásico y encaramos para la terraza.
            Cuando salimos escucho por primera vez su voz, es más grave de lo normal, me cuenta lo que estuvo tomando. La noche y ella están sumamente hermosas por si no quedó claro.
            — ¿Te gusta eso? La verdad no sabía que pedirte —una gota apenas visible brilla en sus labios aprovecho para besarla, ella sonríe y me sigue explicando:

            —Sí, igual tomo de todo, hoy con unos amigos tomamos una banda de cosas, vodka nos tomamos como tres con Baggio, fernet con coca (hace memoria) acá adentro un par de champagne con speeds y dos o tres frizzés no me acuerdo y hace un rato con una amiga (agrega a último momento) dos tequilas cada una, (ríe esta vez recordando algo) ¿fumas? —me pregunta pelando un paquete de rubios finitos, esos de mina, abriéndolo y sacando un faso, no le digo nada mientras miro a los demás también en la misma obvio, para eso está la terraza aunque nunca falte algún patova que venga a hacerse el poronga.

Continuará...