martes, 27 de septiembre de 2016

Cupido Negro de FLORENCIA BENSON - Villa de Mayo

Dejó su Ford doble cabina en el estacionamiento del mercadito barrial, a un par de cuadras de la avenida. Cruzó y buscó un parche oscuro entre dos reflectores, trepó el paredón y, al caer del otro lado, rodó y se escondió entre los arbustos. La noche era silenciosa y clara como una laguna. Caminó entre el follaje; casi todo el trayecto estaría cubierto por las hileras de árboles y arbustos que, estratégicamente, había colocado el paisajista para dividir los lotes. Por momentos escuchaba las radios de los guardias que pasaban cerca, en sus carritos de golf, unos cuatriciclos techados y ridículos que, llegado el caso, no lo alcanzarían jamás.
La casa que buscaba era un enorme cubo sobre otro cubo y enormes ventanas. La iluminación exterior aumentaba su frialdad con unos focos blancos que acentuaban los vértices y la doble altura. Clemente se dirigió sin titubear hacia una pared lateral de la casa, la que daba al este. Allí había una puerta corrediza que separaba el lavadero. Clemente se deslizó hacia el interior, cuidando de dejar una rendija abierta para facilitar la salida.
Los ruidos provenían del piso de arriba. Germán y Jenny, evidentemente, no habían agotado «el elixir de la novedad», como lo llamaba Clemente. Por cierto que era un trabajo para el Cupido Negro, pensó, mientras tomaba un pequeño sorbo del vino que los amantes habían dejado abierto. Al terminar, limpió minuciosamente la copa con un trapo; el sonido empezaba a amainar. Finalmente, a las 03:25 se apagaron las luces y los gemidos. A las 03:55, Clemente subió las escaleras, caminó hacia el lado oeste del piso superior de la casa y se dirigió al fondo, hacia la última puerta. Entró al dormitorio y esperó a que sus ojos se ajustaran a la penumbra, lo cual le resultó muy fácil porque los tórtolos, en su apuro, no habían bajado los black-out, ni cerrado las cortinas de los regios ventanales.
Jennifer yacía boca abajo, apoyada ligeramente sobre su cadera derecha, y su pierna izquierda y brazo izquierdo estaban flexionados. Germán dormía en posición fetal, de espaldas a ella. Quería decirle tantas cosas, Clemente a Germán, explicarle cómo un hombre ha de comportarse en la vida, las verdades fundamentales de este mundo, los principios del amor y todo eso. Germán dormía en posición fetal pero su expresión no era plácida, sino atribulada, como un niño asustado. Clemente sintió el impulso de tomarlo bajo su brazo, como una paloma haría con su cría, apretarlo contra sí mismo y decirle que todo iba a estar bien. Germán frunció un poco el ceño y emitió un ronquidito, Jennifer giró la cabeza en su dirección, todo sucedió tan rápido. Ella alcanzó a gritar, pero sólo un poco, porque estaba dormida y desconcertada y en consecuencia su voz tuvo menos reflejos que la mente. Germán empezó a abrir los ojos, Clemente lo golpeó para atontarlo, ganar tiempo, Jennifer había saltado de la cama y corría hacia la puerta, Clemente la persiguió y la empujó, tumbándola al piso, en una pelea enmudecida por la alfombra y por el terror. Clemente había alcanzado a agarrarla de las piernas y ahora escalaba el cuerpo de la jovencita, pero Jenny aún tenía los brazos y manos libres y se aferró al pasamontañas, pasó un auto y con esa ráfaga de luz quedaron cara a cara, ella y Cupido desenmascarado. Germán le dio un golpe a Clemente, quien soltó a la chica y se abalanzó sobre él.
—Jenny… —atinó a decir Germán, pero enseguida se lo tragó una pelea cuerpo a cuerpo.
Ella salió corriendo con el pasamontaña en la mano, desnuda como una ninfa.
Clemente contuvo su irritación —nada estaba saliendo de acuerdo al plan—, alcanzó a Germán con el puño de lleno en la sien, y cuando estuvo noqueado se trabó sobre él y lo asfixió. Una vez inconsciente, lo ató a la cama, lo anestesió y procedió a separarle el miembro, como había solicitado el cliente. Lo colocó en una bolsa hermética con hielo picado, y a la mochila. Revisó con la mirada y la memoria toda la habitación y, antes de irse, echó un último vistazo a Germán: recordó su expresión de niño asustado y decidió brindarle una generosa dosis extra de morfina porque, ante todo, él era un siervo del amor.
La caminata de regreso le sirvió para calmarse, aunque el sol amenazaba con traicionarlo de un momento a otro. Clemente apuró el paso y finalmente se puso a trotar, alcanzando el muro justo al alba. Este trabajo estaba terminado pero no estaba completo: la chica, naturalmente, tendría que morir.


Fragmento de la novela (inédita) «Dulce Jenny», de Florencia Benson.

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