jueves, 29 de septiembre de 2016

Casa en venta de GUSTAVO VIGNERA - Adrogué

Miguel, un amigo de un amigo del trabajo de mi viejo tenía dos hijas; una de ellas ya se había ido a vivir con el novio y la otra, la más rebelde, seguía en la casa a regañadientes tratando de terminar su carrera.
Él había sido funcionario de la cancillería en el gobierno de Alfonsín. Tenían una casa bastante grande en Adrogué, que iba a ser enorme cuando se fuera Anita y quedara solo con Marta, su esposa. Aquella mañana tomó su celular y empezó a fotografiar todos los ambientes. En cada uno, un recuerdo ahí vivido se le introducía en su mente. Por último se fue al parque donde le invadió la nostalgia recordando aquellos momentos en los que Anita y su hermana jugaban con la casita de muñecas que él les había construido. Luego entró en Internet a uno de esos sitios donde se publican propiedades. Bajó las fotos y describió las características que tenía su vivienda. Al momento de cargar el precio sintió que había algo que no estaba bien, que no podía de buenas a primeras tirar por la borda tantos años felices bajo ese techo sin antes consultarlo con su esposa. El puntero del mouse se empezó a elevar de forma inconsciente hacia el extremo derecho del navegador con toda la intención de darle clic a la equis y abortar el llenado del formulario. En medio de ese impulso y sin explicación alguna retomó su decisión irrevocable de sacarse de encima su propiedad y corrió de golpe el mouse hacia el campo donde el precio aún no estaba ingresado. Casi con bronca y dándole con fuerza a las teclas escribió un número que excedía en diez veces el valor de su residencia. Hizo un gesto, mezcla de odio y rencor y se dijo: «Nadie va a pagar esto ni loco, así que le doy ENTER y me voy a prender el fuego para el asado».
Después de haber almorzado con Anita y su esposa en el parque tuvo que soportar un tole tole peor al que los judíos le habían hecho a Pilatos para que de una vez por todas lo pongan a Jesús en la cruz. Anita les decía que ya no los soportaba más y que quería irse a vivir sola, por qué no vendían esa casa de mierda y le compraban un departamentito. Parecía que su subconsciente se había anticipado y había imaginado un par de horas antes lo que se empezaba a gestar en su familia. Los insultos iban de diestra y siniestra. Cansado de los gritos no espero a comer el flan con dulce de leche que tanto le gustaba y se fue a dormir la siesta. Ya habrían pasado una hora que se había recostado cuando su hija entró a despertarlo con el teléfono inalámbrico en su mano. Miguel, bastante aturdido por ese abrupto despertar se encontró con el teléfono pegado a su oreja y una voz con acento afrancesado que le dice:
         — Buenas tardes señor, queremos tener una reunión con usted para comprar su casa.
El amigo del amigo de mi viejo abrió los ojos tan grandes como si le hubieran avisado que acababa de ganarse la lotería. Se sentó al borde de la cama y continuó atento con lo que decían del otro lado de la línea:
         — Mi hermano y yo, somos hijos de una persona muy acaudalada de Nigeria, nuestro padre tiene minas de diamantes en la unión de los ríos Gongola y Benué. Mi madre fue asesinada por un grupo de terroristas, gracias al cielo mi padre, mi hermano y yo pudimos huir de las balas de esa gente. Por eso necesitamos comprar su casa —le continuó relatando el desconocido.
Sin pensarlo coordinaron que esa misma noche iban a ir a su casa para ver sus comodidades y tratar de cerrar el trato. Se levantó confundido y volvió al parque donde seguían Anita y su esposa, ahora sin hablarse, cada una en su mundo. Anita con su celular mandando mensajitos y Marta tomando mate y leyendo una revista. Miguel apareció arrastrando las chancletas con el inalámbrico en su mando con apariencia de que lo habían molido a palos la hinchada de Chacarita a la salida del estadio después de haber perdido cinco a cero. Ambas mujeres lo quedaron mirando, él se sentó, se sirvió un mate, chupó de la bombilla y les dijo:
— Hoy vienen a ver la casa.
Marta bajó sus lentes y le preguntó:
     ¿A ver qué casa?
Anita en cambio, con una sonrisa de oreja a oreja del dijo:
— ¿Cómo? ¿La vas a vender?
Y él confundido como novio de mellizas les contestó:
 —  Bueno, no sé… hoy vienen a ver la casa, después veremos…
     ¿Y por qué no me avisaste? —le recriminó Marta.
     Es que fue solo un impulso, yo estaba boludeando por internet y la publiqué, nada serio— le contestó.
     ¿Y a cuanto la pusiste? ¡Acordate que me tenés que comprar un departamento! — le tiró Anita interesada en la transacción.
     Cinco — le contestó metiéndole otra chupada al mate.
     ¿Cinco qué? —preguntó Marta que aburrida quería retomar su lectura.

     Cinco palos, cinco millones de dólares — les dijo sin pestañear.

Continuará...

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